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El Tercer Dolor
Para tomar posesión de la propia vida primero hay que darse cuenta de que uno tiene vida, y la vida, como la nariz, solo se nota cuando duele. Por eso tienes que aceptar el dolor, no porque te guste, sino porque, a veces, parece ser lo único que tienes. No es el dolor lo que importa, sino el hecho de que es tuyo.
Tu eres el que lo produces, cierto que sin querer y sin darte cuenta, pero eso no cambia nada. El dolor más útil es el que sirve de señal, avisa que algo nos está haciendo daño. Pon el dedo en una llama y entenderás enseguida a que me refiero. Quita el dedo, y da gracias a tu dolor. No sufres el síndrome de Riley, incapacidad para sentir dolor, horrible enfermedad que conduce pronto a la muerte por lesiones de lo más tonto, como olvidarse de respirar porque al afectado no le molesta la asfixia.
Un maestro Zen decía que había que desear la Iluminación con la misma intensidad con que se desea el aire cuando uno está sumergido bajo el agua. La iluminación es, simplemente, ver las cosas como son, y entonces el mal y el dolor desaparecen, por lo menos el mal y el dolor inútiles, que son, con mucha diferencia, los más frecuentes.
El segundo tipo de dolor viene por la atención sesgada: Un detalle doloroso nos absorbe de tal manera que se nos escapa toda la bendición que le rodea. A una niña caprichosa le acaban de regalar un coche reluciente y precioso. Cuando se acerca con sus nuevas llaves, ve una cagada de paloma justo en medio del parabrisas. Si está iluminada, sonreirá con ternura hacia la pobre paloma que no tiene nada mejor que hacer y disfrutara de un delicioso paseo. Puede que antes limpie la cagada, puede que no, después de todo no es un detalle tan importante. Pero ya dije que era una niña caprichosa, lo cual significa que le gusta apegarse a detalles sin tener en cuenta el contexto. Así que dará un grito de dolor, mirará al cielo, maldecirá a las palomas y se dirá a si misma cosas tales como “¿Por qué me tiene que ocurrir ésto a mí?” “Ya me han chafado el día” “Que mala suerte tengo” Las reacciones pre-programadas tratan todos los dolores igual, como si todos fueran la señal de algo muy importante, vital, que requiere atención e intervención inmediata. Por eso, en la percepción ordinaria, la vida duele un montón.
Te voy a pedir un favor: Mira fijamente a la niña caprichosa a los ojos y dile: ¿Que prefieres, el coche o la cagada de paloma?
El Tercer Dolor, he tardado tiempo en entenderlo. He estado practicando mucho hasta tenerlo claro. El primer dolor, el dolor-error, fue fácil. El segundo dolor, el dolor-estupidez, también. Este no. Siempre me ha impresionado, por ejemplo, la seguridad que adoptan los que no tienen hijos para explicar a los demás como educarlos. Puede que, al no sentirse implicados, vean la situación con más claridad. También puede ser que no tengan ni idea de lo que están hablando. En todo caso, he decidido nunca hablar de nada que no haya comprobado antes por mí mismo.
El Tercer Dolor es el dolor que indica un mal irreparable, algo que destruye nuestra vida, algo que apaga nuestra confianza en el Universo, algo tan fuerte que dan ganas de morirse para poder escapar del sufrimiento que produce. Es la pérdida inesperada del ser más querido, es el fracaso profesional, es la ruina de los esfuerzos de toda una vida, es la transformación de la persona amada en un monstruo de crueldad implacable. Podemos llamarlo el dolor-crisis, porque, cuando ocurre, nada puede seguir después igual. Nuestra vida, como la conocemos, pierde sentido. “Yo soy yo y mi circunstancia”, decía el filósofo Ortega y Gasset. Ante el tercer dolor, la circunstancia se vuelve enorme, aplastante, inapelable.
La reacción normal del yo es encogerse, empobrecerse, quedarse sin fuerzas ni para llorar. Si dejamos que la cosa siga, caemos en la desesperación permanente, en el sufrimiento interminable, en la destrucción total. O, por lo menos, eso parece. Mi descubrimiento ha sido que eso no es verdad. Si dejamos que la cosa siga, si sentimos el dolor en toda su riqueza, llegamos al punto cero, un estado en el que ya nada puede ser peor.
Sentir el sentimiento es la clave, sin hacer nada para impedirlo, sin luchar contra la experiencia, aceptando todos los niveles de nuestra opinión sobre las circunstancias. Cuando todo está perdido, llega el descubrimiento de que hay algo que no muere, que es la percepción de la propia existencia. El único peligro es hacerse daño a sí mismo en el proceso. Cuanto más fuerte y peligroso es el enemigo, más importante es que estés totalmente de tu parte y no le ayudes en lo más mínimo. Muchas ocurrencias durante el tercer dolor, como ponerse a discutir con todo el mundo, culpar al Cielo, imaginar venganzas, atacar a alguien o a sí mismo, son traiciones a ti mismo y estrategias para no sentir el sentimiento.
Para sentir el sentimiento hay que mantener la aceptación y la curiosidad. A partir del punto cero, solo es posible el crecimiento. Bien es verdad que no es nada fácil llegar al punto cero. El entrenamiento autógeno es una preparación eficaz para poder llegar al punto cero. Cuando uno toma refugio en la percepción de la propia existencia, percibe la fuerza que siempre ha estado ahí. Luego ya nada es igual. Uno vuelve a crecer, a recomenzar toda su estructura, a encontrar su puesto en el universo. Es verdad que la superación del tercer dolor hace que la gente se vuelva mejor, más fuerte, más capaz, más humilde, más generosa, más comprensiva. Más yo y menos circunstancia.
Puedes ampliar estas ideas leyendo mi libro Autogenics 3.0, especialmente el capiitulo llamado “Feeling Meditation“. Sorry, solo está en inglés y en alemán, espero que haya pronto traducción española e italiana.

(c) L

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