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Creer es sostener una idea cuya certeza nos parece indiscutible. Las creencias son esenciales para nuestra vida cotidiana: nuestras acciones más normales serian sumamente difíciles sin ellas. No me refiero ahora, todavía, a las grandes creencias, como que el Universo tiene sentido, que Dios existe o que los pobres conquistarán el mundo. Quiero empezar por las pequeñas creencias, como que podré respirar cuando salga de casa o que mi coche arrancará cuando gire la llave del contacto. Las pequeñas creencias cotidianas son la base de vida normal; voy a trabajar porque creo que me pagarán a fin de mes y hago planes porque creo que mis acciones tendrán algún efecto sobre el mundo.

¿Cómo he llegado a mis creencias? Una razón es porque veo que hay cosas que suceden con cierta regularidad. Veo que el sol aparece todas las mañanas delante de mi ventana, pasa por encima de mi cabeza y desaparece a la noche por el extremo opuesto. Nada más obvio que concluir que el sol da vueltas alrededor del sitio en el que estoy. Es de sentido común. Si mirara más lejos, como hizo Copérnico, vería que las estrellas también se mueven en el cielo y, si quisiera entender el conjunto de movimientos celestes, acabaría por llegar a la conclusión de que no es el sol, sino la tierra en la que estoy, la que se mueve. Pero ese conocimiento solo me sería accesible después de trabajar veinte años con Copérnico. Que el sol da vueltas alrededor de la tierra lo puede deducir cualquier salvaje. Para saber que es la tierra la que gira alrededor del sol hace falta mucha observación y mucha inteligencia.

Ahora todo el mundo sabe que el sol está quieto y que es la tierra la que gira. Pero, ¿Cómo lo sabe? ¿Lo han visto? ¿Tiene el ciudadano de a pie telescopios, habilidades matemáticas y tiempo para aplicarlas? Quizá algunos astrónomos sí, pero los demás nos limitamos a creer algo que no podemos confirmar por nosotros mismos. Nuestro sentido común nos sigue diciendo lo mismo que al salvaje incivilizado, si es que queda alguno, pero, después de siglos de culturización, preferimos ignorar nuestra evidencia directa y creer lo que dice nuestra profesora de geografía. El descubrimiento científico de Copérnico se ha transformado así en una creencia. Es afortunado que esta creencia se corresponda con una verdad científica, pero el procedimiento por el que hemos llegado a ella no es distinto del que nos llevó a creer, por un tiempo, en los duendecillos del bosque.

Recapitulemos el segundo procedimiento para llegar a la creencia: Creemos una cosa porque alguien en quien tenemos confianza afirma que es cierto. El conocimiento de Copérnico no era una creencia, era el resultado de un razonamiento científico sobre sus observaciones astronómicas. Mi profesora de geografía, que no es astrónoma, es una creyente y también lo somos todos sus alumnos. Yo creo en el heliocentrismo, y si quisiera liberarme de esa creencia, tendría que repetir los estudios de Copérnico a ver si llego a la misma conclusión. Si lo hiciera, llegaría a un conocimiento científico. Mientras tanto, me conformo con ser un creyente más. Un creyente científico si queremos, pero no un científico.

Habremos de volver sobre este punto más adelante, cuando nos planteemos la diferencia entre la creencia heliocéntrica y la creencia en que Dios creó el mundo en siete días, por ejemplo, pero, de momento, quedémonos en la constatación de que el segundo procedimiento para llegar a una creencia es la confianza en alguien que nos dice que eso es cierto.

Galileo, mucho antes que nosotros, supo del descubrimiento heliocéntrico, se puso a comprobarlo y llegó a la misma conclusión: la tierra se mueve. Copérnico, nórdico, fue sumamente discreto y vivió sus días en paz. Galileo, italiano, no pudo evitar contarlo y tuvo los problemas que ya sabemos. El geocentrismo era la creencia dominante de su época y todo el mundo sabía que quien se mueve es el sol. Demasiado inteligente para pasar por loco, Galileo fue considerado un peligro social y obligado a creer, o por lo menos a fingir que creía, en el dogma de su tiempo. ¿Qué diferencia hay entre el tiempo de Galileo y el nuestro? Sencillamente, nuestro dogma es distinto. Ahora creemos en el heliocentrismo.

Acabo de formular el tercer procedimiento para llegar a la creencia: creemos lo que todo el mundo cree. Este es el procedimiento más fácil y sociable; no hace falta estudiar ni pensar mucho y, además, compartir un dogma da sensación de pertenencia. Uno se siente a gusto entre personas que creen lo mismo e incómodo entre aquellos que creen algo distinto. En ocasiones, la función principal de una creencia no es saber cómo son las cosas, sino mantener la cohesión de nuestro grupo social. En estos casos, cuanto más absurda, o menos demostrable, es una creencia, más fuerte es el vínculo entre los creyentes y mayor su aversión hacia los no creyentes. En tiempos de Galileo, el geocentrismo era lo políticamente correcto y el heliocentrismo una herejía que hacía temblar las estructuras sociales. No voy a pensar ahora en situaciones similares en el mundo actual, lo dejo a la discreción del lector.

Inmersos en la comunicación de masas y en la deconstrucción de la autoridad, adquirimos creencias sin darnos cuenta, no tanto porque nos convenzan o porque confiemos en quien nos lo dice, sino para evitar ser excluidos de la comunidad de creyentes. En cierta forma, hemos vuelto al primer procedimiento, sólo que ya no lo aplicamos a la observación personal de los fenómenos, sino a la percepción por ósmosis de las creencias dominantes. El conocimiento del salvaje y el de Copérnico eran auténticos, y partían de la creencia radical de que es posible saber la verdad por uno mismo. Digo que es una creencia, porque, como Copérnico demostró al salvaje, por muy segura que sea tu observación, puede que estés equivocado. Es cierto que la ciencia empieza con la observación, pero no acaba en ella: Siempre suele haber algo que te faltaba por ver. Por eso, “creer en la ciencia” es una forma de negar su esencia, que es, precisamente, la “no-creencia”, llamada también la duda metódica. No es que el científico sea incrédulo, que es una forma negativa de creer, es decir, la creencia de que algo no es cierto, sino más bien acrédulo, es decir, que no se siente obligado por creencias, tradiciones, autoridades o escuelas, ni en un sentido ni en otro. La lealtad es una gran virtud en la amistad, en el amor y en el clan, pero, en ciencia, es la peor de las traiciones.

Creer en la ciencia me parece un ejercicio análogo a creer en la religión, afirmación atrevida que me ganará algún enemigo, pero que sostengo apoyándome en las diferencias psicológicas entre creyentes y científicos. Tanto la ciencia como la creencia se sustentan en la necesidad humana de saber, pero se diferencian en el grado en que sirven a otra necesidad humana, la de seguridad. La creencia da seguridad y es vital para personas que no soportan la duda, aunque sea a costa de la verdad; la ciencia solo da valor a la verdad, sin tener para nada en cuenta la seguridad. La creencia es inmutable y no necesita demostración. La ciencia, en cambio, es, por su naturaleza, insegura, sometida siempre a un continuo proceso de contraste con otras posibilidades y de falsación por nuevas observaciones discrepantes.

Un experimento fácil de realizar para diferenciar entre un creyente y un científico es observar su reacción ante un dato o razonamiento que parezca poner en cuestión su visión sobre algún asunto. El científico comprobará esta aportación y se mostrará agradecido si contribuye en algo al perfeccionamiento de su hipótesis. El creyente se enfadará y rechazará de plano al disidente. Recomiendo realizar este experimento con prudencia, porque la ira del creyente puede poner en peligro al experimentador.

Ciencia y Creencia. (c)  Luis de Rivera luisderivera@gmail.com   @luisderivera      https://luisderivera.com

 

 

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